Junto con la sobrasada y la ensaimada, el simple pamboli (literalmente, pan con aceite) es y será seña de identidad culinaria de los mallorquines, rito cotidiano para la mayoría de nativos, ya sea en forma de cena o de almuerzo. Ajo, hinojo marino y otros caprichos personales aparte, consiste en algo tan austero como rebanadas de pan payés con tomate restregado, aceite de oliva virgen extra y sal. El tomate ha de ser de ramellet, variedad autóctona de secano cuya pervivencia está hoy bajo la seria amenaza de las especies híbridas, cada vez más consentidas. El aceite, de oliva Mallorquina, de sabor recio, con toque astringente y final picante. Si el bocado se acompaña de unas aceitunas verdes de la misma variedad, trencades (partidas) y conservadas en salmuera con hinojo, laurel y guindilla, y de un vaso de tinto, llegamos a la demostración, una vez más, de que la frugalidad es perfectamente compatible con el más alto placer gastronómico.
Trigo, vid y olivo –tríada de la alimentación mediterránea– congenian en el humilde pamboli. Nuestro delicioso tentempié sorprende por su sencillez a quienes visitan Mallorca, una isla donde el cultivo de aceitunas y la elaboración de aceite, con ejemplares que alcanzan los 1200 años, son labores agrícolas muy arraigadas. A mediados del siglo XV, el aceite ya se exportaba de forma regular, especialmente desde el puerto de Sóller. Los escarpados olivares cultivados en terrazas sostenidas por paredes de piedra en seco (apiladas sin ningún tipo de cemento) conforman, al norte de la isla, un paisaje emocionante, especialmente en las laderas del valle solleric. Estamos en el corazón de la Serra de Tramuntana, una cordillera de 90 kilómetros Patrimonio de la Humanidad en la categoría de paisaje cultural.
Lejos de contenidos simbólicos o ecomediáticos, la sostenibilidad del olivar y el apoyo a los productores deberían ser los fines de toda iniciativa proteccionista, no la conversión de la zona en un jardín para el pastoreo de turistas. Las actividades oleoturísticas serán bienvenidas siempre que contribuyan a dar viabilidad económica a las fincas agrícolas. Una breve caminata por estos solitarios olivares de montaña basta para comprobar la dificultad que entraña su cultivo, labor que cuenta con la complicidad del ganado ovino, encargado de limpiar y abonar el terreno. El camino de Castelló, que conduce a Deià desde la finca Ca’s Xorc; el de Muleta, que arranca cerca del restaurante Béns d’Avall y llega al puerto de Sóller, y el barranco de Biniaraix, son tres grandes rutas entre viejos olivos. Tal vez estos árboles centenarios, de formas imposibles, nos transmitan parte de su longevidad a través del aceite.
La conservación de paisajes irrepetibles como este y el trabajo titánico de los payeses de montaña hacen del aceite de oliva de la Serra de Tramuntana un producto de valor incalculable. Apoyar y potenciar su elaboración y consumo es una forma directa de contribuir al mantenimiento de esta zona natural. Pero por desgracia, los olivares y huertos de Tramuntana siguen sufriendo una situación de abandono que es consecuencia directa de la caída de la rentabilidad de las fincas.
Los olivos de avanzada edad disponen en sus partes leñosas de gran cantidad de elementos nutritivos de reserva que se movilizan al formarse los frutos. De ahí que el aroma de estos aceites supere al que dan ejemplares más jóvenes.